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Así, desde un principio

Mi madre siempre lo supo, las cosas conmigo no andaban bien. No observaba al gran mundo, sino las cosas pequeñas, las frágiles, la gota de lluvia detenida en un cristal, el incansable recorrido de una hormiga o la paz de las aves.

 

Ella siempre lo supo, conmigo había engendrado a una floja de mierda que no dudó en dejar  claro que no le gustaban las ausencias. Quizá por eso buscaba a un desconocido padre en las paredes o en la resonancia del viejo televisor. Claro, a mi madre le fastidiaban esos ríos de lágrimas que nacían de mí ante cualquier tropiezo.

 

Sabía que yo no andaba bien. Quizá por eso me negó el mundo durante unos años, quizá por eso me encerró en los libros. Es que ella sabía que yo ya estaba rota y le dolía verme por ahí exponiendo el corazón.

 

Pero estaba escrito en todas partes, lo mío no sería más que un libro inexistente en el que se ocultarían todo lo que un día estuvo y ya no es más. Porque con cada paso que damos construimos una nueva ausencia. Nos desprendemos poco a poco de aquellos que jamás podremos arrancar, al mismo tiempo que les dejamos un vacío indecible, casi incurable, en la totalidad de su ser.

 

Pero los latidos del corazón no entienden de renuncias o de adioses a medias, a ellos les da lo mismo si aprendes a sobrellevar los dolorosos recuerdos o si flaqueas con ellos. Lo mismo les da si tan solo han transcurrido unos días o si ya arrastras una década de sentimientos convertidos en canciones, pinturas o en poemas. Esos latidos son independientes y salen de ti, se desprenden de tu piel, cruzan la calle y abordan el autobús; atraviesan media ciudad, llegan hasta el edificio más alto, suben veinte malditos pisos, se detienen en el apartamento 2004, tocan el timbre y sin saludar se aferran a esa otra piel y empiezan a existir al unísono de ese otro corazón.

 

De esas historias vividas y no contadas, de esas noches en vela tratando de sacarle alguna respuesta a la luna, de esos móviles que jamás entregaron un mensaje pidiendo un abrazo de regreso; de las melodías que te cortaban las venas con cada nota y de todas las veces que su nombre apareció ante mis ojos como una ridícula casualidad, de todo el dolor que nadie entiende -pero que todos han experimentado alguna vez- está hecho ese hilo rojo que no termino más de desenredar. 

 

Al final me queda el consuelo de que al menos cuando esta crónica con alma y cuerpo de poema nos envuelva, tú y yo ya no estaremos solos.

Tomar al miedo por los cuernos y destrozarlo con una sonrisa.

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