Y yo era la niña más feliz del mundo porque sabía que la heroína más importante de la vida me daba las buenas noches y me enseñaba a rezar el Ángel de la guarda justo antes de dormir.
Ella tiene los ojos más lindos del mundo
y a veces también parecen los más tristes.
Tiene una manera particular de ver el presente
como si en realidad lo estuviera ignorando.
Es de las que sueña,
nunca ha dejado de hacerlo,
y a veces se le escapan ciertos deseos
que yo apunto en el tablero de mi memoria
para luego hacerles un tachón a medida
que veo todo lo que ha logrado.
Sí, mi madre ha ignorado el presente
sonriéndole al futuro y bañando en lágrimas
un pasado que nunca fue justo,
que nunca fue amable,
que nunca la abrazó.
Jamás he logrado entender cómo es que pudieron herirle
los que la hirieron,
cómo pudieron seguir sus vidas tan campantes
mientras le dejaban su rostro apagado.
Pero sorpresas me llevé,
ella siempre se levantó.
Siempre.
Y al lado mío la notaba gigante.
Inalcanzable,
indestructible.
Y yo era la niña más feliz del mundo
porque sabía que la heroína más importante de la vida
me daba las buenas noches
y me enseñaba a rezar el Ángel de la guarda
justo antes de dormir.
Ella no me leía cuentos en la cama,
pero no tenía importancia.
No necesitaba de cuentos.
Mi madre es el poema que he leído desde siempre,
ella es el poema que leo desde antes de nacer.
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